CUATROCIENTOS AÑOS DE CINE

Las siete ocasiones

Dirección: Buster Keaton
EE. UU., 1925
Duración: 60 minutos

La idea de que el gran rival de Chaplin era Buster Keaton es un invento de la crítica moderna, que en gran medida (y con cierta justicia) coloca a Keaton como creador cinematográfico por encima de Chaplin. Por cierto, es como discutir si era mejor escritor Faulkner o Scott Fitzgerald, mejor pintor Renoir o Van Gogh, o mejor futbolista Maradona o Messi: a cada quien sus méritos y todos en la élite de su actividad.

Keaton apelaba más a la imagen completa que al personaje ‒que, de todos modos, era icónico: un tipo casi inexpresivo al que el mundo ataca de todas maneras, hasta que encuentra la forma de resignificar los objetos y los movimientos para ponerlos a su favor‒ y utilizaba el plano para crear un efecto dramático que siempre era sorpresivo.

La comicidad provenía de la acumulación sistemática de problemas a cual más absurdo, y la risa final, de la solución ingeniosa, inesperada de todos esos problemas. La persecución desproporcionada es una de sus figuras más frecuentes: en “Las siete ocasiones”, se trata de un ejército de mujeres desesperadas por casarse con él. El filme se basa en una obra teatral: un joven heredará miles de millones si se casa antes de cierto día y cierta hora. Está enamorado de una chica que, además, lo ama, pero es torpe y no logra declararse como es debido. Intenta siete veces conseguir a una señorita y falla: finalmente, coloca un aviso demasiado sincero en el diario, que provoca el aluvión femenino. El montaje, las elipsis (la iglesia llenándose de novias tiene el mismo impacto ‒y terror‒ de los cables llenándose de cuervos en “Los pájaros”, la obra maestra de Hithcock) y el desenlace superan en vértigo e ingenio a cualquier batalla de superhéroes de hoy. Algo más: Keaton fue el primer creador del “one liner”, el gag de diálogo en pleno cine mudo, gracias a su uso irónico y lúdico de los subtítulos. En manos de Keaton, el universo era otra cosa.

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